miércoles, 25 de marzo de 2009

La Abarca en que me iré

1.

Las Chicas de Abarca son unas bailarinas que de repente ya estaban en todos los programas de televisión. Su invasión al horario familiar de Televisa, parecía decirnos que si a la señal abierta le faltaba algo, ese algo eran ocho glúteos temblorosos paseándose delante de los músicos. De la iniciativa de un ex futbolista (el ex América, ex Atlas y ex Atlante Rubén Abarca) nació una marca registrada que remite a un grupo de teiboleras capaces de alcanzar la celebridad. Pero nadie se engañe, al igual que las conejitas de Playboy, las Chicas de Abarca gozan de una popularidad colectiva. Al estar en frente de alguna de ellas, no sabrías con qué nombre llamarla.

Se supone que eso me había llevado al Diamante de July, un table donde la mayor parte del tiempo sólo ves una pista vacía. Se trata de una suerte de sala de espera de hospital, incómoda para apreciar lo que sucede al otro extremo, a menos que cuentes con dos potentes binoculares y no te moleste la luz púrpura y una televisión que transmite informerciales con Mr. T. El local está surcado de extremo a extremo por una larguísima pasarela que la atraviesa y comunica como un transiberiano. Con esa distribución las chicas llegan frente a tu mesa casi siempre al inicio de su segunda canción.

En El Diamante el verdadero negocio está en la conversación. Resignados a sólo intercambiar gérmenes (y no cromosomas), los clientes han aprendido a disfrutar el poder que representa tener a una mujer despampanante al lado. Querer pasarse de listo y sólo pagar el consumo propio es condenarse a ver una película porno en tres dimensiones protagonizada por tus vecinos. Nada como esa invitación a tocar, pero también nada como esa publicidad engañosa para entrar a una dinámica que te cuesta a 200 pesos la cerveza.



2.

El escenario desocupado no es sino una confirmación de que el verdadero entretenimiento está abajo, entre las sillas. Uno espera ilusamente que todas esas chicas que se pasean a tu lado, suban a bailar, para saldar de algún modo la libido que han propiciado. Eso nunca sucede. En su estatus de estrellas, las mejores chicas no pueden estar al alcance de cualquiera.

“Esas no bailan para todos”, me refirió el mesero, “son las Abarca”. Entonces comprendí que las más curvilíneas pertenecían a una categoría distinta: aquellas que sólo atendían a clientes en privado, en sus mesas o en unos cuartos muy pequeños, apenas separados del mundo por una cortina y un guarura fornido que recibía los tickets.

“¿Cuánto cree usted que rinde ese trasero?”, me inquirió mi vecino de mesa, absorto en la mujer que llevaba a dos sujetos de la mano.

“Mi sueldo de dos meses”, arriesgué por decir una cantidad cualquiera.

“¿Qué es usted, ministro de la Suprema Corte?”, dijo.

Mencioné dos o tres cantidades más.

“Uy, se ve que no viene mucho por aquí”.

Me dí por vencido; las ganancias de la bailarina eran tan imprecisas como el centimetraje de sus glúteos. Luego supe que un trasero marca Abarca era como la industria en crisis, que sólo alcanzaba dividendos gracias a dos palabras clave: inyección y capital.

Una vez aceptado mi fracaso en la administración púbica, miro a otros rincones. Del lado izquierdo un acontecimiento me distrae de la mujer que en esos momentos baila sobre la pasarela. Primero es una chica acompañada de dos barbudos quienes entran en una suerte de cámara de Gessel, desde donde pueden vernos, pero nosotros no a ellos. Poco después entra en ese cuarto, una segunda chica sola. Luego, tres tipos más. Luego otra pareja. Me digo: algo sucede en aquel recinto del placer que convoca a tantos. Me inquieta que ahí se fragüe una orgía, pero tengo miedo de entrar por curiosidad y pecar de inoportuno.

Cuando veo ingresar a la Chica de Abarca resuelvo a salir de mis dudas. Camino convencido de que al abrir la puerta encontraré una especie de Jardín de las Delicias (incluso hay dos bailarinas que parecen diseñadas por el Bosco). La salida de uno de los clientes con cara de éxtasis, me hace retroceder y ver un cartel que yo no había advertido. Ni siquiera tengo ya ánimos de entrar. Un letrero me lo impide:

ÁREA PARA FUMADORES



3.

Después de una hora, continúo siguiendo con la mirada a la Chica de Abarca. O a la supuesta Chica de Abarca. Un recién llegado duda de la autenticidad de la etiqueta.

“Esa no es Chica de Abarca”, dice. “Aquí a cualquier vieja que no parece de Tabasco o Veracruz, le dicen Chica de Abarca”.

No me extrañaría que todo fuera un marketing fraudulento. Tampoco creo que a la mayoría de los clientes les importe mucho. El deseoso corre la misma suerte del alcohólico: a mitad de la borrachera, no se detiene a verificar el holograma de su Johnny Walker.


4.

Son las 3 de la mañana y la Chica de Abarca nunca subió a la pista.

1 comentario:

wilberth herrera dijo...

qué chingón relato! no sabía de las chicas de arbarca. Cómo llegó a ser administrador de culos??? será que administrava a sus novias y ex???