TEIBOLERAS Y STRIPPERS
Por la cantidad de gente que iba en el metro y se bajó en Velódromo, se podría decir que la Expo de Sexo y Entretenimiento comenzó desde el subterráneo. Del vagón a la Puerta Siete mi mirada surcaba los alrededores no en busca de chicas sino de un OXXO donde comprar unas pilas para la cámara (el paquete de 4 por 10 pesos que me había vendido aquel hombre de la calle resultó todo un fraude).
Es más fácil conseguir un empleo en plena crisis que una tienda en los alrededores del Palacio de los Deportes. Di una vuelta extenuante y lo único que encontré fue a más imbéciles como yo preguntando a todo mundo si no le vendían un par de Energizer. Derrotado y pensando en la ola de reclamos que iba a recibir por parte de los lectores, entré al domo tan sólo para descubrir que la primera tienda a la vista era una de artículos fotográficos (una decena de tipos se acercó y se fotografió con la señora que atendía, lo cual me hizo pensar que había gente que estaba buscando retratarse con cualquier mujer que se dejara).
Entré al denominado “table más grande del mundo” y en efecto la publicidad no mentía. Conducido por hombres que parecían vestidos para una boda y que hablaban todo el tiempo por walkie talkie, Luis y yo caminamos por una alfombra roja que terminaba en ocho pistas custodiadas por centenas de personas. Al fondo tres pantallas gigantes daban cuenta de lo que sucedía sobre la pasarela, porque a menos que padecieras gigantismo, era difícil tener un buen panorama.
Me dio la impresión de que el show fue armado en términos de espectacularidad. Para explicar cómo operaba este asunto habría que recurrir a la fórmula con la que fue armado: tomar lo peor de un table mexicano y multiplicarlo por ocho. El anfitrión era ocho veces más mamón que el de un table común de provincia y las muchachas, ocho veces más lentas al momento de desnudarse. En una época que sólo es necesario irle al Monterrey para mostrar los pechos en un estadio, resulta irónico que las bailarinas eróticas se tarden tanto en quitarse los zapatos.
Reúne en un solo espacio a un millar de tipos calientes y sabes que no tendrás nada bueno. En algún momento de la tarde, había demasiada gente obstruyendo la salida de las -¿cómo decirles? bailarinas es una imprecisión, pero desnudistas es un exceso-, de las chicas pues. El sujeto del sonido estaba más preocupado en regañar a los asistentes que en animar a sus muchachas para que se arrancaran las medias de red. Unas rockeras subieron a escena sólo para gritar como si estuvieran en un concierto, recibir chiflidos y retirarse. Al minuto el asunto era poco menos que soporífero y a los diez salió un gordo trajeado a bajar a todo mundo.
Salimos del lugar para recorrer las otras atracciones. Nos dejamos llevar por la multitud y llegamos a un escenario donde un trío de hombres fornidos hacía lances acrobáticos a una tímida mujer sentada en una silla. A decir verdad, el asunto estaba más entretenido aquí que con las teiboleras. Luis tiene una teoría: los y las strippers representan mejor que nada lo que sucede con las relaciones entre hombres y mujeres. Si atendemos a ambos espectáculos, una mujer sólo necesita estar medianamente guapa para tener a una jauría de machos aullando a su alrededor. Pero un hombre requiere no sólo un cuerpo con músculos hasta en los dedos sino aparte una capacidad indiscutible para bailar “como los malditos dioses”.
“…Sí, como los malditos dioses”, repitió Luis, mientras en el escenario un negro vestido de cadete giraba sobre su cabeza como personaje de Street Fighter.
(Al día siguiente estaba tan impresionado por esos tipos corpulentos que –ya en el Palacio de Minería- platicaba con una amiga al respecto y un trabajador de Radio UNAM se acercó a callarme porque mi voz se oía hasta donde estaban grabando un programa).
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